Me parece increíble. He viajado a decenas de sitios, pero solo recuerdo como si estuviese sucediendo en este instante cada una de mis llegadas a Roma. Al cerrar los ojos, puedo volver a sentir esa misma sensación de bienestar, de felicidad. Podría compararla con llegar a casa, encontrarte en un sitio en el que estás a gusto.
La última, un regalo de cumpleaños en el que también descubrí Florencia (de la que hablaré otro día porque merece un post aparte).
Vamos en coche. Fedez canta y yo me recreo en el paisaje, en el atardecer. Hago una foto desde la ventanilla en la que se ven los árboles y las nubes en movimiento. Le mando un wassapp con ella a mi padre. Ya estamos aquí. Podría ser cualquier sitio, pero es Roma.
Tenemos el hotel muy cerca del Vaticano. El taxista nos cuenta algo. Lo entiendo a medias y me siento bien. Nos explica que, de camino, va a llevarnos a un lugar que conoce poca gente. Desconocido para muchos romanos.
Aminora la marcha y, de repente, al fondo, aparece maravillosa la cúpula del Vaticano, pero yo, en lugar de fijarme en ella y en como se aleja a medida que nos acercamos, me centro en un grupo de chicos que charlan animados sentados en muro con esas vistas al fondo ajenos por completo a lo que tienen a sus espaldas. Y pienso, ¿se acostumbrará uno a ver esto cada día? Imposible.
Que tengáis muy buen fin de semana.
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